Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Profesor de Lengua y Literatura
Hemos, han
llegado, para unos: a la luz; para otros: a las tinieblas al final del túnel,
afortunadamente no el de Sábato. Lo que fue queda atrás, reposa en la borrosa
memoria, en el misterioso inconsciente colectivo que tanto pregonó Carl Jung.
Diez meses que han transcurrido fugaces pero intensos, como esos idilios,
aquellos amoríos prohibidos que dejan la amarga miel en los labios y el verbo
entero en el tintero.
Lo que fue es
justamente eso, el pasado inalterable, las hojas de los cuadernos ya escritas,
algunas arrancadas, las infinitas carillas de los libros, libros que iniciaron
con novel aroma y seguro terminaron -por no mencionar los perdidos y olvidados-
salpicados de un sinnúmero de ingredientes y sustancias de dudosa procedencia,
de todas las horas, de todos los recreos. La campana a media mañana, siempre
salvadora de un deber incompleto o de un furtivo e injusto regaño. El
impaciente tintineo de las suelas contra la fría cerámica y el disimulado bote
del balón, momentos previos antes que estalle la algazara; uno o dos minutos en
los que el tiempo se suspendía en el aire y todos, como huyendo de una
represión, en carrera a la estrecha puerta, como si no hubiera un mañana o, en
este caso, otra clase después de esos cortos cuarenta minutos; a lo lejos un: ¨despacio,
con calma¨ pasaba desapercibido en los inadvertidos oídos de veinte y pico de
almas que sencillamente ya no escuchaban. Y allá afuera, como dijo la voz de
Héctor: una selva de cemento. Vieron pasar
tantos partidos, pasaron tantas conversas, conversaron de qué comprar y que no,
allá en ese quiosco que los aguardaba sosegado, sabiendo que tarde o temprano
acudirían en búsqueda de sus servicios. La metida de pie bajo la incesante
lluvia, Juan alcanzó a poner sus manos y solo se empapó las palmas en tal
charquito, ahí cerca de los columpios; el sano coscorrón entre pares en los
días de fatigante sol y luego Pedro, protagonista de la veloz persecución por
los patios, canchas y escaleras.
Luego, como lo
advirtió Nietzsche: el eterno retorno. El regreso a las aulas, secarse el
sudor, beber algo; el tapar los espejos de los baños con tantos rostros, faces
repletas estas, en palabras del poeta decapitado, de excelsa gracia juvenil, de rubor, de sombra, de indómitos cabellos,
rizados y ondulados, lacios y nada crespos. Y ver llegar a la figura del
momento, cargado de hojas, de papelotes, de anteojos caídos, de inexorables
ánimos y perderse en la sinfonía de sus palabras, de sus gestos o extraviarse
en el más soporífero de sus incongruentes discursos. Clases y más clases,
tareas y más tareas, lecciones y más lecciones, algo habrá quedado.
Nada comparado
con el campanazo final, la alegría del día, así para ustedes, como para
nosotros. Sabíamos que se iban, pero que volverían, que la rutina, pese a ser
rutina, estaría ahí, que todo volvería a la normalidad en un par de horas;
ahora, ahora, lo que fue, fue. No se repetirá jamás, bueno o malo, para reír o llorar,
ya no está, resulta que las crisis existenciales también invaden a la maquiavélica
cotidianidad. Y helos ahí, sus pupitres, sus aulas, vacíos, reclamando su
presencia.
Al fin y al
cabo, el eterno retorno, pues en menos de lo que canta un gallo notarán que es
ese curioso domingo por la noche y que a la mañana siguiente tendrán que
madrugar y acoplarse a un nuevo presente. Algunos de sus compañeros y
profesores no estarán, quedará solamente su recuerdo.
Basta ya de
circunloquios. A lo que estas palabras van referidas: vuelen la cometa,
metaforizo estas líneas, surquen los salvajes vientos, agarren fuerte su cola,
aunque duela, floten junto a la cometa, llévenla alto, pese al mar temporal.
Recuerden que es imprescindible cultivar la cometa, para luego cosecharla.
Rieguen su mente, aprendan, no dejen de leer. Se llevan lo que fue.
Ahora, para
terminar, quisiera dedicarles dos textos escritos hace ya algunas semanas.
Textos que bien esbozan, esas tres palabras que han dado sentido a estos
párrafos, lo que fue.
EN
LOS PASILLOS
Están cansados. Sus cabellos alborotados e
inundados de sudor así lo demuestran. Sus rostros, ya secos y sucios de tanta
transpiración hacen juego con los manchados uniformes que, a causa del césped,
la tierra y el polvo lucen descuidados, como si fuesen trapos de cocina que
están próximos a convertirse en seca-suelos. Encorvadas yacen sus tristes
figuras, quizá por ello sus disimulados, pero prominentes vientres se esconden,
a la perfección, entre las chompas marinas de los días lunes. En sus ojos se
aprecia el desgaste, la desilusión, el miedo; sus iris se opacan acorde avanza
la mañana; sus retinas se retraen según pasan y repasan un sinnúmero de
páginas, indecibles letras sin sentido, conjuntos de palabras que sus cerebros,
simplemente, no están interesados en descifrar. En el patio el partido fue
tenaz: los menores vencieron a los mayores, incluso el improvisado golero atajó
un tiro de máxima pena, allí bajo ese incandescente sol de media mañana, allí
en medio de otros tantos balones que, como balas, surcaban los aires
septembrinos. Pero todo quedó atrás, ahora sus pesadas cabezas, demasiado
agotadas como para estudiar los elementos químicos y muy fatigadas como para
analizar un párrafo argumentativo, están apoyadas en las puertas y paredes
exteriores de ese cuarto donde deberán permanecer por otro par de horas,
esperando ansiosos el estruendoso, pero alegrante sonido de la campana.
Los pasillos, temprano en la mañana, aunque
repletos de perfumes y olores a comidas, recuerdan al corredor de la muerte, es
como si con el sonido de cada pisada se escuchara: hombre muerto caminando. En
contraparte, apenas entrada la tarde, los pasillos mutan, tal Gregorio Samsa, y
se asemejan al final de un interminable laberinto que casi asesina a los
desventurados y arriesgados transeúntes.
Al momento de abandonar los pasillos e
ingresar a cada encuentro, todo es siempre igual. ¨El otro¨, al entrar a los
cuartos, es recibido por un variopinto vaho de difícil descripción. Cuando los
ojos de ¨el otro¨ se levantan, pide al Cielo que el sistema no le absuelva.
Finalmente, me
gustaría dedicar unas líneas a mi Octavo ¨A¨, hoy es el último día que ustedes
son como tal, así -les diría un montón de apelativos-, pero lo dejaremos en
¨…como son¨. Nostalgia, muchachos, lo que siento, nostalgia, el dolor por lo
que fue.
Este texto se
intitula…
El Da
Vinci del pupitre
La silla de Sofía amaneció, misteriosamente,
con un enorme dibujo que ella no entendía muy bien: dos círculos ovalados
divididos por lo que parecía un gran baguette. Ante la estupefacción de sus
amigas y las risitas burlonas de sus compañeros, Sofía decidió dar aviso a su
profesor encargado. Al ver y reconocer tan explícita obra de arte en la silla
de una de sus alumnas, el profesor, rojo de vergüenza y sin palabras, no tuvo más
remedio que suspender la clase, separar a las chicas del salón y quedarse solo
con esos inquietos, curiosos pre-pubertos. Ya solo entre varones nadie se
atribuyó la famosa pintura; el autor, pese a todas las amenazas individuales y
colectivas, prefería mantener el anonimato y dejar que su arte, tal cual las
pinturas rupestres -tema recién abordado en clase- se le atribuya al hombre y
no a la mujer. ¨ ¿Por qué los hombres dibujan miembros masculinos de todos los
colores y tamaños? ¨, cavilaba atónito el profesor a la par que veía en los
ojos de sus alumnos su vivo reflejo, pues él, en su lejana adolescencia, luego
de una clase de Arte, hubo de ganarse el apodo de ¨El Da Vinci del pupitre¨.
Con todos y
con todas, muy felices vacaciones, seguro que nos volvemos a ver.