Por:
Dayanna Santos
Estudiante
1ro BGU
Cada
día era la misma rutina: cerraba los ojos y, de nuevo, estaba ahí, en un
extenso valle de flores hermosas, brisa suave y olor a campo. Amaba ese sentimiento:
cerrar los ojos y sentir paz. Pero esta vez fue extraño: las flores
desaparecían o yacían marchitadas, la brisa suave se convirtió en ventisca
arrasadora y el diurno olor a campo se volvió amargo y putrefacto. Cada noche
repetía lo mismo: cerrar los ojos y esperar el regreso de mi paz, pero los
recuerdos empezaban a desvanecerse; ese aroma que me abrazaba, el sentimiento
de sosiego y la caricia que me brindaba dicho lugar. Decepcionante fue el día
en que abrí los ojos, luego de esperar volver a ver mi hogar. No había más
flores ni sol brillante; ni siquiera podía recordar su belleza. En lugar de
eso, me vi postrada en una camilla, en una habitación blanca con monitores
titilantes. El frío silencio me lastimaba los tímpanos. Sentía unos pétalos secos
rozar mis manos; no sé si fue mi imaginación o las flores que tanto amé me
susurraban, frágilmente: ¨Mamita, acuérdate de mí¨.

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