Por: Mateo Sebastián Silva-Buestán
Es su primer Carnaval. El niño
está impaciente por al fin develar el significado de tan renombrada fiesta de
tres días de la que todos gustan salvajemente. Sus padres le han mandado a la
cama temprano, pues al siguiente día partirán rumbo a uno de esos lugares
mágicos donde el colorido se mezcla con la espuma carnavalera para desatar en
el ambiente un aroma a colapso cultural. La ansiedad carcome vivos los nervios
del niño, no puede dormir pensando en lo que verá cuando amanezca. Al pie de su
cama dejó lista la mochila para la mañana que se aproxima, lleva agua, comida y
una manta. En fin, el niño cae en los brazos de Morfeo.
Ya amaneció. Parece que el sol
pegará fuerte el día entero. Toda la familia sale con ligeras vestiduras a la
multitudinaria peregrinación. Carnaval, dicen. El niño no comprende que
aquellos desfiles responden a las Saturnales, al mismo cristianismo, al
paganismo y a las costumbres ancestrales de este pedazo de tierra inmensa
llamada América Latina; pero está ahí, presente, y ríe y juega y mira y admira.
Pasan, desde carros que parecen tanques, lanzando agua y todos los asistentes
tratan de cubrirse, entre júbilo, para no empaparse. Algunos tienen pistolas de
agua, ellos responden simulando un contrataque al auto. Más risas. El niño no
sabe que mojarse en carnaval manifiesta el deseo por fertilizar la tierra y
purificar el alma. Así transcurren, en un pestañeo, las horas, los minutos, los
segundos. El niño está feliz, se percibe su alegría en sus ojos cafés, en su
alborotado cabello negro, en su piel morena.
El niño tiene hambre. Saca de su
mochila, a la brevedad, las golosinas que había empacado la noche anterior y
las devora con sigilo, pendiente que no se echen a perder por la anilina que se
arrojan unos contra otros. Pero el hambre vence, sus padres buscan alimentarlo;
hay qué comer, pero no hay dónde. Tiene que aguantar. Ya de regreso a casa, montados
en su auto particular, el niño se cubre con la frazada, pues algunas gotas le
alcanzaron. Está cansado. Cierra los ojos.
En otro lado del planeta, llámese Palestina, Rusia o cuántas otros viven sumergidos en anónimos conflictos armados.
Es su primera guerra. El niño
está impaciente por al fin develar el significado de tan renombrado conflicto
de no se sabe cuántos días y tenebrosas noches del que, al igual que el
Carnaval, todos gustan salvajemente. Sus padres le han hecho dormir temprano en
un gélido sótano donde no hay más, sino cosas viejas del abuelo. Al siguiente
día partirán sin rumbo en busca de refugio a uno de esos países donde quizá
también se viva un colapso cultural. La ansiedad carcome vivos los nervios del
niño, no puede dormir pensando en lo que verá cuando amanezca. Al pie del sucio
catre ha dejado preparada su mochila. Según le dijeron sus padres, guardó agua,
comida y una manta. Al final, el niño cae en los brazos de Morfeo.
Ya amaneció. Parece que el frío
estará intenso el día entero. Toda la familia sale con pesados abrigos al
embebido desfile de los desgraciados. Guerra, dicen. El niño no comprende que
la escalada militar responde a enconos de antaño, ambiciones imperialistas,
cizañas extranjeras, estrategias geopolíticas, tampoco le parece lógico culpar
a un solo hombre o a una sola nación de tanta barbarie; pero está ahí, presente,
y llora y camina y mira y admira. Pasan, desde tanques que parecen carros,
lanzando metralla y todos los obligados asistentes tratan de cubrirse, entre
gritos y empujones, para no morir. Algunos tienen pistolas de verdad, ellos
responden aplicando una defensiva contra el tanque. Más lloros, quejidos y
lamentaciones. El niño no sabe que la valía militar se mide por el número de
bajas y la efectividad de un arma. El niño no sabe que los zánganos
uniformados, de cualquier bando, no deberían existir. Así transcurren, muy
lentamente, las horas, los minutos, los segundos. El niño está compungido, se
percibe su tristeza en sus ojos azules, en su alborotado cabello rubio, en su
caucásica piel.
El niño tiene hambre. Saca de su
mochila, a la brevedad, las golosinas que había empacado la noche anterior y
las devora con sigilo, pendiente que no se echen sobre ellas el resto de
gentes. Pero el hambre vence. Sus padres buscan alimentarlo; hay dónde comer
-en la inhóspita ciudad-, pero no hay qué. Tiene que aguantar. Ya en camino a
ningún lado, un bombazo cae directo a la multitud, algunos restos le alcanzan.
Los sobrevivientes cubren al niño con la misma frazada que traía en su mochila.
Cierra los ojos, pero él, para siempre.
Sin palabras, solo lágrimas
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