Por: María Paz Uguña Andrade
Miembro Club de Periodismo ¨El Observatorio¨
Estaba caminando en una calle desconocida. Me
encantaba ver los árboles de Navidad en los centros comerciales, pero sentía
una melancolía sobre mi vida. La Navidad siempre me ponía feliz. Recordé con
qué iniciativa salía, tanta que desbordaba mi corazón. Decoré mi casa todo lo
que podía, recorté copos de nieve de papel de mi cuaderno y los pegué en mi
mísera ventana; decoré una planta que tenía siempre en el rincón, hasta que
llegó mi hermana. No entendí, pero siempre tenía un fuerte resentimiento con
nuestro origen. Vio mis adornos y cayó en cólera, empezó a romper todo y yo
solo me preguntaba el porqué de sus acciones, dolía porque éramos igual que esa
pequeña familia que todos vanagloriaban en la iglesia, solo con el defecto de
ser once y que la gente nos despreciaba por nuestro origen, aunque los textos
antiguos decían lo mismo de esa familia como si fuéramos nosotros, pero nunca
hubo ayuda. Mi padre llegó con su tono de burla y pronunció palabras que fueron
como cuchillos en mis venas: ¡Ya llegaron los millonarios a decorar, recuerda tu
maldito lugar en este mundo! Él también era analfabeto, pero desde ese día
decidí que yo no sería así, estudié, me esforcé, dividimos todo mi cuerpo para
salir de ese cruel destino ya forjado, pero mi apellido no me dejó conseguir
mis metas.

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