Por: Diana Hurtado
Estudiante, Tercero BGU
A
manera de reseña:
No
nos molestaremos en reseñar ¨Un idilio bobo¨ de Ángel Felicísimo Rojas, tampoco
diremos que es un relato innovador para su tiempo, ni que su autor es,
injustamente, un completo desconocido en las letras ecuatorianas. Lo que sí
manifestaremos es la vanidad de la ágil pluma de Diana Hurtado quien, con suma
naturalidad y maestría, hizo una excelente recreación del texto acoplado a
nuestra época y triste contexto.
En
los párrafos, diálogos y misivas presentadas por Diana es notorio un cuidado
manejo del lenguaje repleto de variaciones diafásicas que le dan a la
recreación un plus aún más creíble y orgánico. Llama también la atención la
forma en que estructura la obra, haciendo casi una parodia de la anterior, pero
sin perderle el respeto, incluso Diana provoca más a la lectura por el propio
estilo de narración sin adornos innecesarios ni pausas melifluas que despistan
la atención de los nuevos lectores de este tiempo.
Finalmente,
hemos de recalcar que el leitmotiv de la recreación de Diana se mantiene, la
lucha de clases, la venganza de los de abajo, en palabras de Los que se van:
¨el cholo que se vengó¨, pero con un toque mucho más indoloro, consciente,
vivaz y cínico. Animamos a su cruda lectura sin que se espante por lo que vaya
a encontrar. Diana simplemente recreó un texto y dio al clavo en su narrativa,
pues a día de hoy -lo que leerá-, es lo que hay.
MSSB
“Un idilio bobo” de Ángel Felicísimo Rojas es un cuento que narra la
historia de Andrés Peña, un estudiante lojano que se enamora a través de cartas
de una joven norteamericana llamada Jacqueline Arthur. La relación, basada en
el intercambio epistolar entre dos estudiantes de distintos países, se
convierte en un engaño cuando Andrés comienza a mentirle sobre su vida,
haciéndole creer que es un joven exitoso y de buena posición. Sin embargo,
cuando la verdad sale a la luz, Jacqueline desaparece abruptamente de su vida.
La historia refleja la lucha de clases, el desencanto y el deseo de venganza
del protagonista, quien, a pesar de su engaño, logra marcar la vida de la joven
adinerada.
CUENTO MODIFICADO A NUESTRA ACTUALIDAD:
Esa temporada me dio un pesar. Me trastorné
completamente, hice el ridículo como nunca antes. Chucha, qué vergüenza. Odio
ese recuerdo porque me estruja el corazón y me revuelve la bilis. Pero a veces
me gusta darme palo solo, revolver la mierda de mi pasado, así que ahí va. Hoy
ando en ese mood masoquista.
Fue por una gringa. Estado de Virginia, Richmond. Nunca
la vi en persona. Obvio. Yo era un simple guambra lojano y ella una gringa con
plata. Estábamos separados por miles de kilómetros y por una diferencia de vida
que era un chiste. Pero, aunque suene huevón, me enamoré como cojudo. Todo por
unos putos mensajes de WhatsApp y mi maldita ilusión.
Cuando cuento esta huevada, nadie me cree. Pero juro por
la Virgen del Cisne que ella también me quiso. Y lo puedo probar. Mire, aquí
tengo sus mensajes. No los borro porque, en serio, necesito que alguien me
crea. Que se reconozca que, al menos una vez en mi vida, encendí un gran amor a
través de una pantalla. Un amor virtual, pero amor, al fin y al cabo.
Se llamaba -no, se llama todavía- Jacqueline Arthur.
Jacqueline… Nombre de fresa, fino y bacán.
El profe de inglés organizó un intercambio virtual entre
ecuatorianos y estadounidenses, para que aprendiéramos mutuamente los idiomas.
Nos pasaron una lista de gente y yo, sin pensarlo mucho, elegí ese nombre. A lo
que me di cuenta, ya le había escrito.
El primer "Hi, Jacqueline!" fue respondido con
un "Hola Andrés!" medio torpe, con palabras raras y emojis ridículos. Su español era peor
que mi inglés. Pero me atrapó su esfuerzo. Empezamos a escribirnos más. Me
contó que tenía dieciséis años, que era rubia, alta, que amaba el cine, los
deportes y que tenía un Tesla. ¡Un Tesla, chucha! Y yo con mi bici parchada y
mi plan de datos que me duraba tres días.
La cosa se puso intensa. Cada mensaje suyo me aceleraba
el corazón. Me volví un enfermo revisando si estaba "en línea", si
salían los tics azules, si estaba escribiendo. Sabía que estaba cagado.
Le mentí. Le dije que era alto, que tenía un BMW, que mi
familia tenía fincas de cacao en la costa. Que algún día me iría a estudiar a
Alemania y que tenía una voz increíble, digna de galán de cine. Y la man me
creyó. Me decía que cuando cumpliera dieciocho me invitaría a su casa, que me
llevaría a conocer Hollywood, que tal vez podríamos hacer una película juntos.
Y yo, en mi colchón viejo y con mi celu
hecho pedazos, le respondía que sí, que qué bacán, que ya mismo nos veíamos.
Un día, me pidió una foto. No cualquier foto. Quería
verme entero, sin filtros. Me sudaron las manos. ¿Cómo putas hacía? Mi buzo
estaba gastado, mi cuarto parecía una escena post-apocalíptica. Así que me fui
a Google, busqué un man que se pareciera a mí pero con más facha y se la mandé.
Y la gringa, obvio, dijo que era guapísimo. Me sentí un genio... hasta que me
pidió un video. Ahí sí me meaba del miedo. ¿Cómo hacía para no sonar como
lojano roto, para parecer fino y aniñado? "Hola Jacqueline, ¿cómo estás?
Espero verte pronto". Mandé el video y silencié el chat por dos horas por
puro pánico.
La cosa se salió de control. Un día, entre bromas y
corazones, me dijo: "No quiero que te enamores de nadie más". Y ahí
supe que la tenía en la palma de mi mano. Que esa gringa con su vida perfecta
había caído en mi trampa. Era mi venganza. La venganza del pobre contra el
rico. Contra esos que viajan sin pensar en los pasajes, que comen en
restaurantes caros sin mirar el menú, que nunca han tenido que pedir saldo
prestado. Le di amor. Un amor de mentira, pero amor al fin. Y después… la mandé
a la verga.
Una noche, en uno de esos insomnios malditos que me
vuelven sincero, le solté la verdad. Todo. Le envié una foto real, con mi
camiseta de feria y mi corte mal hecho. Le confesé que no tenía BMW, ni finca
de cacao, ni voz de tenor, que en YouTube era normal que me aparecían anuncios y que lo más lujoso de mi
semana había sido una salchipapa. Le dije que la había engañado. Que lo sentía.
Y entonces, Jacqueline desapareció.
No más "Hola, Andrés". No más "está
escribiendo...". No más tics azules. Un día, revisé nuestro chat y su foto
de perfil había desaparecido. Intenté escribirle. Mensaje no enviado. Me
bloqueó.
Lo imaginé todo. Su cara roja de rabia. Sus manos
apretando el celular. Sus ojos llenándose de lágrimas al ver la realidad. Y, no
les miento, sentí un placer extraño. Yo, Andrés Peña, pobre, insignificante y
sin futuro, había logrado meterme en su mente, en su corazón, y luego lo había
hecho mierda. Ella, que podía tenerlo todo, ahora tenía un vacío.
Jacqueline, Jacqueline, Jacqueline…
Aún me gusta repetir su nombre. En mis noches de
insomnio, lo paladeo como un caramelo amargo. Y, volviendo al tema que tu mencionabas:
sí, creo que funciona aprender idiomas a través de mi Nokia. tienes razón, es chévere hacerlo de
esa manera.
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