jueves, 6 de junio de 2024

LA CARTA

 

Por: Dayanna Santos

Estudiante, 9no EGB

Cuenca, marzo de 2021

Queridas Ana y Mia:

Lo único que mi niña quería era ser feliz, sentirse segura, vivir como los demás. Pero lo único para lo que sirvieron fue para arrebatarme mi vida, envenenar mi mente y maltratar mi cuerpo. Me dañaron irreparablemente y ahora lo único que puedo hacer es revelar la historia de mi niña.

¿Cómo empezar? Me acompañaste desde tan temprano. Me inquieta saber que no puedo tenerte lejos, pero no puedo parar: números y números, grasas, proteínas y carbohidratos. Me incomodas, pero en ti es donde encuentro mi felicidad.

¿Por qué sucede esto? Es tan incierto, me cuesta asimilarlo. Desde antes de lo esperado, llegaste y dejaste un gran legado. No lo quería, pero lo hiciste. No hay una razón concreta, pero sí hay mil y un causantes: ese comentario, tal vez, tu familia tan cruel; todos ellos pudieron serlo.

“Te ves gorda y aun así no te importa”, exclamó aquel. La dulce e inocente niña respondió, sin afectarle aquel comentario: “No importa, soy bonita”. Su ego de hombre no se lo permitió. Prosiguió hasta cansarse, mi niña no quiso rendirse, quiso seguir luchando sin afectarle aquel comentario que, sin saberlo, la dejaría marcada para toda la vida.

Ella creció en su mundo, se creía capaz y hermosa, sin duda alguna lo era. Se mantuvo fuerte siempre, pero había veces en las que sentía que las desalentadoras palabras de los demás podían ser verdad, y Ana se encargaba de que creyera que no era una falsedad.

Ellos, todos ellos, tenían una mejor complexión, un mejor cuerpo, una mejor cara, mejor carácter; todo mejor que mi niña. Pero ella era inteligente, tal vez la única cosa en la que se destacaba... o tal vez ni en eso.

Ocurrió un inesperado encierro, y mi niña empezó a darse cuenta de la realidad: ella no era así. Su preocupación aumentó, lloraba desenfrenadamente todas las noches. Lo único que sus lágrimas dejaban visualizar era la perfección de ellas: su peso, su cuerpo, sus caras... Todo de ellas era milimétricamente perfecto. La pequeña e inocente mente de mi niña no podía comprender. Era demasiado difícil. Todo salió de control, sus pensamientos la inundaban y las preguntas la mataban. ¿Por qué ellas y yo no? ¿Algún día seré como ellas? ¿Por qué nací así y no como ellas?

Nada mejoró, su preocupación y miedo aumentaban. Empezó a hacer ejercicio, restringir alimentos, contar calorías, reducir sus porciones. Nada funcionaba. Se atracaba con cualquier alimento al alcance. Mi niña no tenía control alguno. De esto se derivaron más problemas en su triste vida: un cambio radical, una muerte fatal. Su pequeño cuerpo empezó a llenarse de “tatuajes”, sus ganas de seguir se desvanecían.

Paso el tiempo y todo parecía haber mejorado, sin embargo, la vida volvió a ser frustrante y cansada de nuevo, su vida volvía a estar en la perdición. Se sentía mal, estaba enferma, pero no había pastilla que pudiera remediar todo el daño causado. Ana estaba tan incrustada en su mente que parecía ser imposible sacarla de ahí. Mi niña seguía mal, empezó a hacer ejercicio de manera exagerada, sus porciones eran diminutas. Cada caloría la atormentaba, cualquier cosa afilada la tentaba. Su esfuerzo resultaba diminutamente, pero cada gramo que bajaba solo significaba una sola cosa: las cosas que hacía por fin eran recompensadas.

Mi niña seguía poniendo esfuerzo y disciplina en su labor: sangre, lágrimas y sudor estaban implicadas. Ella bajaba rápidamente, le encantaba escuchar su estómago rugir de hambre, admiraba cada gota de sangre cayendo de sí. El dolor de garganta y el sonido del agua del inodoro yéndose eran lo único que la mantenía “viva”.

Ana estaba muy orgullosa de ella, pero la alentaba a seguir bajando. Mia se empezó a involucrar, lo cual la llevaría mucho más allá de lo esperado. Ejercicio sin parar, su único pensamiento era la energía que estaría quemando con realizar aquella actividad, de bajo y alto impacto. No le importaba a mi niña, hacía lo posible por bajar hasta lo imposible. Sus huesos se empezaban a marcar y lo único que le causaba era felicidad.

Mi niña ayunaba por días, se daba un gusto de vez en cuando, pero de todas formas terminaría desechado en la taza del escusado. Caries, sangre, dolores, todo empezó a aparecer. Ella disimulaba todo tan bien que nadie se daba cuenta. Su cuerpo seguía llenándose de “tatuajes” imborrables, cansancio insaciable, pensamientos torturantes, voces amenazantes y estrés insoportable.

Un día no soportó más. Decidió llevar más allá uno de sus “tatuajes”, la sangre escurría y su claustrofóbico baño se inundaba de su sangre, todo empezó a nublarse y la poca luz que le quedaba se fue apagando sin esperanza. Fue hallada horas después; se podían contar cada una de sus costillas y, al momento de alzarla para llevarla a un hospital, se sentía tan frágil como un vidrio y tan liviana como una pluma. Con solo tocarla se podía sentir el temor de que se rompiera. Lo que no sabían es que ella ya estaba rota: su alma pura, su mente inocente y su bello corazón.

La vida de mi niña fue arrebatada, todo por la culpa y el martirio de su obsesión, su gran vanidad, sus interminables pensamientos que la llevaban a dejar marcas en su cuerpo y las alentadoras voces de Ana y Mia que la obligaban a hacer los actos más atroces contra sí misma, que la atormentaban y se burlaban de ella para que dejara de comer, para que se sintiera como una cerda, para que la culpa la consumiera.

Gracias por nada, Ana y Mia. Fueron las peores compañeras de la corta vida de mi niña. En tres años lograron hacer de su vida un interminable infierno y finalmente pudo descansar. Mi niña se fue tan bonita, dulce e inteligente, frágil como un cristal, brillante como las estrellas, aunque ella no lo creyera...

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