jueves, 22 de febrero de 2024

LA NIÑA DE CARTÓN

 

Por: MSSB

 A quien, a través del testimonio, da vida a este relato de muertos

Deambulaba descalza, con nada más que un maloliente y harapiento batón medio blanco-medio crema, que dejaba casi al descubierto sus rosas y pequeños pezones, por los silentes pasillos del hospital; era una gélida madrugada, de aquellas en las que el frío se adhiere, de tajo, a los huesos corroídos por la lobreguez y el vacío de los corazones. La expresión de su juvenil rostro carecía de emociones y sentimientos, pues la etapa de zozobra, desesperación, incredulidad, vesania y odio había quedado atrás; así se esfumó, cual relámpago en medio de la tempestad, toda la vida, toda la esencia, de su humanidad: la madre que nunca fue, ni será. Sus ojos, entornados como los de un lunático que acaba de pasar un trance, no se movían de un punto fijo en el amplio e infinito horizonte, su mirada caía sobre una pequeñísima caja de cartón que, se percibía a lo lejos, emanaba ese olor a cloroformo, pestilente sustancia que perfuma el cuerpo de quienes se adelantan en el camino.  

Bastante entrada la noche anterior, las fuentes no aguataron más las aguas y, como si de una represa caduca se tratase, en cascada chorreó la corriente. No podía creer que finalmente, pese a que nada fue planificado y costó millares de lágrimas al principio, conocería al ser que cambió por completo su vida, su corta vida; no podía creer que ya venía esa persona que la obligó a convertirse en mujer. Las contracciones eran cada vez más intensas, al punto que, en posición fetal, reposaba y esperaba, rezando, que el sufrimiento cese. Recordaba, en esos instantes, con una mezcla poco convencional entre llantos y sonrisas cuando recibió la noticia de que niña sería. El dolor se desvanecía por efímeros segundos; al parecer, traer a la memoria dicho momento era una medida paliativa muy necesaria en medio de tanto pánico e incertidumbre. Maldita su suerte, pues poco o nada podía hacer su vieja y cansada abuela, quien ya había criado a tantos vástagos su marido le forzó a procrear, cuando la veía retorciéndose debido al milagro de la vida.

Acudió, como pudo, nadie sabe cómo, a la sala de partos.

Recostada, con las piernas abiertas bajo una incandescente lámpara, oía a los entendidos del tema hablar monsergas referidas a problemas con la dilatación, plus que la niña esperaba enredada su venida al mundo. De este modo, los vítores al unísono de ¨ ¡Puje, puje, puje! ¨ fueron sustituidos por las órdenes para los preparativos de un nuevo sitio, más apropiado para cortar piel. La glacial epidural penetró sin problema alguno en su huesuda zona lumbar, ella ni se percató, tan solo sintió como sus extremidades perdían fuerza y movilidad, quedando a merced de los enmascarados de batas más blancas que la suya. La expresión de lo poco que se veía de sus rostros lo decía todo. Los ojos felices, mismos que se iluminaban al traer una nueva vida al mundo, fueron tomando una forma oscura acorde el corte cesáreo avanzaba por el vientre bajo de la muchacha. Ella, entre balbuceos y delirios, antes de que la pérdida de sangre hiciera efecto y la colocará en brazos de Morfeo, alcanzó a divisar un movimiento triste, un no con la cabeza que el médico principal hizo al resto de galenos.

Y entonces, apenas despertó, odió.

Odió a sus padres, pese a que nunca los conoció; odió a su abuela, por alcahuete y simplona; odió el sexo de ese niño que la hizo suya en una calurosa tarde de septiembre; odió el placer que le arrebató la inocencia; odió el padecimiento de su embarazo, que mutó su cuerpo en una sola masa amorfa; odió ese momento y toda su vida; odió a D(d)ios, quien le había pagado de esa manera tantas penitencias, rosarios y limosnas. Odió el odio que sentía por la existencia.

En medio del perfecto estado de odio creyó recordar que su niña, previo al deceso, soltó un alarido feroz, un llanto de finiquita esperanza, una bocanada de este mundo cruel; sin embargo, la realidad era otra, la neonata, con dificultad, separó lo justo los labios para dejar escapar, para siempre, un vaho en el que partía su alma al eterno purgatorio, y entonces, también la odió.

Cuando la niña que no pudo convertirse en madre yacía, en una funesta habitación, sobre un triste catre postoperatorio, una comitiva de matasanos ingresó pomposamente a entregarle, al menos por unos minutos, a la criatura que nació muerta ¿En qué cabeza cabe sin igual demencia? Tan siquiera la pequeña no fue puesta íntegra en el regazo de su madre, sino que estaba metida, cual muñeca, dentro de una bonita y delicada caja de cartón. La reacción materna, como era de esperarse, rayó en la desconsolada llorera y el descontrol propio de las leonas heridas, de las madres destrozadas. ¡Vaya que era bonita la caja de cartón, solamente le faltaba un listón y hubiese parecido un regalo! Cada vez que ella miraba a su ángel sin resguardo, su piel palidecía y la de la sin-vida se asemejaba cada vez más al color del cartón. La arrugada piel de la no nacida se enjutaba y acartonaba con cada lloriqueo de su progenitora, hasta que caja y muerta se hicieron uno. Si hubiese oído los gimoteos de la casi madre, con gusto se cortaba las dos orejas y se mutilaba los dos oídos.

Deambulaba descalza, con nada más que un opaco y harapiento batón medio blanco-medio crema, que dejaba casi al descubierto sus rosas y pequeños pezones, por…

¡Vaya ironía! Su cuerpo aún conserva las marcas de toda madre.

 

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