Por: MSSB
A quien,
a través del testimonio, da vida a este relato de muertos
Deambulaba descalza, con nada más
que un maloliente y harapiento batón medio blanco-medio crema, que dejaba casi
al descubierto sus rosas y pequeños pezones, por los silentes pasillos del
hospital; era una gélida madrugada, de aquellas en las que el frío se adhiere,
de tajo, a los huesos corroídos por la lobreguez y el vacío de los corazones. La
expresión de su juvenil rostro carecía de emociones y sentimientos, pues la
etapa de zozobra, desesperación, incredulidad, vesania y odio había quedado
atrás; así se esfumó, cual relámpago en medio de la tempestad, toda la vida,
toda la esencia, de su humanidad: la madre que nunca fue, ni será. Sus ojos,
entornados como los de un lunático que acaba de pasar un trance, no se movían
de un punto fijo en el amplio e infinito horizonte, su mirada caía sobre una
pequeñísima caja de cartón que, se percibía a lo lejos, emanaba ese olor a
cloroformo, pestilente sustancia que perfuma el cuerpo de quienes se adelantan
en el camino.
Bastante entrada la noche
anterior, las fuentes no aguataron más las aguas y, como si de una represa
caduca se tratase, en cascada chorreó la corriente. No podía creer que
finalmente, pese a que nada fue planificado y costó millares de lágrimas al principio,
conocería al ser que cambió por completo su vida, su corta vida; no podía creer
que ya venía esa persona que la obligó a convertirse en mujer. Las
contracciones eran cada vez más intensas, al punto que, en posición fetal,
reposaba y esperaba, rezando, que el sufrimiento cese. Recordaba, en esos
instantes, con una mezcla poco convencional entre llantos y sonrisas cuando
recibió la noticia de que niña sería. El dolor se desvanecía por efímeros
segundos; al parecer, traer a la memoria dicho momento era una medida paliativa
muy necesaria en medio de tanto pánico e incertidumbre. Maldita su suerte, pues
poco o nada podía hacer su vieja y cansada abuela, quien ya había criado a
tantos vástagos su marido le forzó a procrear, cuando la veía retorciéndose
debido al milagro de la vida.
Acudió, como pudo, nadie sabe
cómo, a la sala de partos.
Recostada, con las piernas
abiertas bajo una incandescente lámpara, oía a los entendidos del tema hablar monsergas
referidas a problemas con la dilatación, plus que la niña esperaba enredada su
venida al mundo. De este modo, los vítores al unísono de ¨ ¡Puje, puje, puje! ¨
fueron sustituidos por las órdenes para los preparativos de un nuevo sitio, más
apropiado para cortar piel. La glacial epidural penetró sin problema alguno en
su huesuda zona lumbar, ella ni se percató, tan solo sintió como sus
extremidades perdían fuerza y movilidad, quedando a merced de los enmascarados
de batas más blancas que la suya. La expresión de lo poco que se veía de sus
rostros lo decía todo. Los ojos felices, mismos que se iluminaban al traer una
nueva vida al mundo, fueron tomando una forma oscura acorde el corte cesáreo
avanzaba por el vientre bajo de la muchacha. Ella, entre balbuceos y delirios,
antes de que la pérdida de sangre hiciera efecto y la colocará en brazos de
Morfeo, alcanzó a divisar un movimiento triste, un no con la cabeza que el
médico principal hizo al resto de galenos.
Y entonces, apenas despertó,
odió.
Odió a sus padres, pese a que
nunca los conoció; odió a su abuela, por alcahuete y simplona; odió el sexo de
ese niño que la hizo suya en una calurosa tarde de septiembre; odió el placer
que le arrebató la inocencia; odió el padecimiento de su embarazo, que mutó su
cuerpo en una sola masa amorfa; odió ese momento y toda su vida; odió a
D(d)ios, quien le había pagado de esa manera tantas penitencias, rosarios y
limosnas. Odió el odio que sentía por la existencia.
En medio del perfecto estado de
odio creyó recordar que su niña, previo al deceso, soltó un alarido feroz, un
llanto de finiquita esperanza, una bocanada de este mundo cruel; sin embargo,
la realidad era otra, la neonata, con dificultad, separó lo justo los labios
para dejar escapar, para siempre, un vaho en el que partía su alma al eterno
purgatorio, y entonces, también la odió.
Cuando la niña que no pudo
convertirse en madre yacía, en una funesta habitación, sobre un triste catre
postoperatorio, una comitiva de matasanos ingresó pomposamente a entregarle, al
menos por unos minutos, a la criatura que nació muerta ¿En qué cabeza cabe sin
igual demencia? Tan siquiera la pequeña no fue puesta íntegra en el regazo de su
madre, sino que estaba metida, cual muñeca, dentro de una bonita y delicada
caja de cartón. La reacción materna, como era de esperarse, rayó en la
desconsolada llorera y el descontrol propio de las leonas heridas, de las
madres destrozadas. ¡Vaya que era bonita la caja de cartón, solamente le
faltaba un listón y hubiese parecido un regalo! Cada vez que ella miraba a su
ángel sin resguardo, su piel palidecía y la de la sin-vida se asemejaba cada
vez más al color del cartón. La arrugada piel de la no nacida se enjutaba y
acartonaba con cada lloriqueo de su progenitora, hasta que caja y muerta se
hicieron uno. Si hubiese oído los gimoteos de la casi madre, con gusto se
cortaba las dos orejas y se mutilaba los dos oídos.
Deambulaba descalza, con nada más
que un opaco y harapiento batón medio blanco-medio crema, que dejaba casi al
descubierto sus rosas y pequeños pezones, por…
¡Vaya ironía! Su cuerpo aún conserva
las marcas de toda madre.
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