-Quitarás
dihay. Este Lorenzo, no mismo, cada
vez peor. Ahí el loco borrachito camina y camina como alma en pena por la calle
como si fuese carro. Quita, quita, Lorenzo, te van a pisar de nuevo. ¡Quita,
hombre, quita! ¡Bah! No mismo el mudo este, ya que le pisen entonces; igual la
ambulancia acostumbrada es a venir a verle. Si no es por pelea, piedrazo o
arañazo, es porque carro tumba al pobre de Lorenzo.
-Haz
un lado, Lorenzo, oye- gritó el segurata desde el otro lado de la vereda de
donde Doña Mama Pelada, curioso apodo que ganó la veterana y experimentada
vendedora de chucherías en un incendio, advertía, con cierta sátira, lo que a
Lorenzo le había ocurrido en las últimas semanas.
Pero
el bueno de Lorenzo a ninguno hubo de hacer caso; sencillamente, con cada
grito, ya sea de Mama Pelada o de Federico, el guardia, él soltaba una podrida
sonrisa y se ventilaba los enmarañados y largos cabellos ondulados con la
zurda, cuidando de no arrojar su gastada boina, pues con la diestra sostenía
con vehemencia una botellita de plástico medio llena de algún licor barato de
contrabando. A lo que Lorenzo sonreía, emanaba de sus entrañas un vaho etílico
que era capaz de despertar, de súbito, a la aburrida secretaria del pesado notario
que aquella tarde, como todas las otras, no había vuelto a la oficina después
de mediodía, vaya Dios a saber la razón. Tan fuerte era aquel olor expedido por
Lorenzo, puesto que la oficina del notario quedaba dos pisos por arriba desde
donde Federico vigilaba todo el panorama con ojos de búho.
Lorenzo
era el borracho más antiguo de toda la cuadra, y el único sobreviviente, debido
a que sus compañeros de copa o habían perdido la batalla contra el vicio o se
habían recuperado en uno de esos centros de mala muerte, donde, a través de
torturas, los amigos de Lorenzo dejaron, a la fuerza, su preciada bebida.
Lorenzo conocía además de los tejemanejes de la calle, la vida de todos los
inquilinos de aquella cuadra muy pintoresca y vistosa. Fue Lorenzo el primero
en ver cómo Mama Pelada asomó paradita
en la ciudad, en la calle, en esa cuadra, con fortísimas quemaduras ocasionadas
por una fatal llamarada allá en su pequeño pueblo natal. Mama Pelada fue dejada
ahí, medio inconsciente, por su padrastro, un venerable señor de bigote, terno
y mocasines. Lorenzo acompañó, totalmente ebrio, a Federico en su primer día de
trabajo. Fue él quien le enseñó, en verdad, a manejar la treinta y ocho para al
menos asustar, pegando tiros al aire y al piso, a los vagos de esos lares. Si
Federico era uno de los trabajadores más respetados de la cuadra, fue por obra
y gracia de Lorenzo, el gallo de pelea que lo acogió bajo su tutela. Ya de la
joven secretaria, Lorenzo no sabía, sino que su familia la echó de casa porque
esperaba, hace dos meses, un hijo de varios padres. Lorenzo se enteró de tal
noticia por boca de la propia muchacha, quien en una fría tarde le contó al
borracho sus más oscuros secretos a cambio de un par de sorbos de su dulce
veneno. ¿Qué decir del notario? Lorenzo le presentó a tres de sus cuatro
concubinas, mujeres que le absorbían hasta el último centavo y minuto, así que
el notario tenía larga cuenta que dar a su esposa e hijos de matrimonio, por lo
que siempre se hallaba en más de un embrollo.
Lorenzo,
Lorenzo, Lorenzo, el borracho de la cuadra céntrica a quien los transeúntes más
comunes le saludan de buena gana; contrario a los que apenas visitan tal calle
y cruzan de acera cuando ven a Lorenzo aproximarse. Es que hay algo con dicho
borracho de turno, algo guarda en su floja vestimenta: en su gabán
deshilachado, en sus pantalones de anchas bastas y amplias rasgaduras, en sus
agujereados zapatos, en su floja boina. Algún secreto guarda Lorenzo en su
barba en forma de candado y en su apariencia alta y sincera. Algo esconde
Lorenzo en su centenaria mochila, algo yace oculto entre sus oxidadas
herramientas de albañil, que no ha ocupado hacía más de una década. Es que, en
un principio, Lorenzo ofrecía sus servicios de alarife a cualquiera que pasara,
pero el alcohol, elixir de los dioses, hizo que Lorenzo cambiara el cincel por
la botella. Sin embargo, parece que Lorenzo poseyera la fórmula de la vida, es
Lorenzo el sesentero por excelencia; por más que transcurran los años, el tipo
jamás dejará de tener sesenta y pico. Lorenzo, botella en mano, deambula por la
cuadra más famosa, la más concurrida, la más caótica, la más dipsómana.
-Quitarás
dihay, Lorenzo… Ahí va el loco
borrachito camina y camina como alma en pena por la calle como si fuese…
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